Cuauhtémoc Merino. El cíclope

Cuauhtémoc Merino. Su mamá Chelo le dijo que nació en Cuautla, Morelos, y que es de signo Caprichornio. Dice él que es licenciado en Literatura Hispánica y Lingüística de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, BUAP, o del parque de Santo Domingo, Deefe, ya ni se acuerda, pero lo que no dice es que fue becado para estudiar literatura en Moscú, en la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS, 1986, de donde lo corrieron antes de que le cayera en la tatema un trozo del Muro de Berlín.

Por exceso de chelines fue profesor rural de secundaria, en preparatorias privadas, de razón, y de varias universidades como la UNAM, la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca y el Instituto Politécnico Nacional, IPN, y de otras universidades particulares de gran prestigio, patito.

 

El cíclope

Cuauhtémoc Merino

A Gerardo Laveaga y Rafael Estrada                                                                                                                     A mis caras compañeras y compañeros de INACIPE

Para Ana Laura López P, Valerie Rivero y                                                         Edaly Arciniega por su amistad, confianza y                                                                                                                                 complicidad literaria

                                                              De este, pues, formidable de la tierra                                                      bostezo, el melancólico vacío                                                                                                                                 a Polifemo, horror de aquella sierra,                                                                                                             bárbara choza es, albergue umbrío…

L Góngora y Argote

Yo creo que la melancolía es el estado de                                                                     locura del arte. De revelación e inspiración.                                                                                                         Es Hamlet con la calavera en la mano.

Arturo Duclos

Entras en la biblioteca en penumbra. La mole te observa mustia con sus paredes amarillas empezándose a decolorar, sobre su fachada, arriba, en el centro está el logo de la escuela: tres círculos de colores y la diana de tiro al blanco: el ojo de Polifemo. ¿Premonitorio?

Avanzas ante las fotos de los directores que pasaron por esta escuela, la cual fue ejemplo de alta calidad en toda Latinoamérica.  Los rostros de las fotografías te miran. Ellos cada día rejuvenecen más y yo, envejezco, piensas sonriente. Subes despacio las escaleras de madera.

¿Recuerdas cuando llegaste, muy jovencito, desde tu inmenso Chihuahua a estudiar en la UNAM?  Obtuviste dos licenciaturas y dos doctorados: abogado y economista: El orgullo de tus padres y hermanos, en la familia ya había un ingeniero civil, burro blanco, tu padre, y una maestra, tu mamá.

Faltaban tus profesiones. Yo te observo callado, desde la oscuridad. Hoy, caminas encorvado, los lustros han ido venciendo tu gran estatura, pero aún conservas tu sonrisa franca de sabio afable.

Los jardines todavía siguen verdes, las flores, risueñas, una que otra está secándose y las fuentes tienen poca sed. Yo te veo bajar las escaleras, tus pies casi reptan. Éstas crujen con tu peso. Antes subías y descendías ágil, hoy, no. Te apoyas del pasamanos. Bajas y entras en el baño. Sólo funciona una llave del lavabo. Lavas tus manos y tu cara. Te miras en el espejo: Un surco por aquí, otro por allá. La calvicie, aún incipiente, piensas.

Recuerdas que tu razón de ser eran tus alumnos, el dar clases, leer, investigar y, claro, escribir libros. “Éstos”, les decías a tus hijos y alumnos, “son mi herencia y trascendencia”. Ahora, en esta escuela, ya casi no hay clases ni se hacen libros ni preguntas ni mesas redondas ni risas ni se toma un aromático café, sólo hay un mutismo amarillento con olor a soledad.

 

Te observas en el espejo del baño: ¿Adónde fueron todos, adónde están todas? ¿Por qué las charlas en la cafetería han desaparecido junto con ésta? ¿Dónde están las palabras palomas de tus alumnas, y sus bellos rostros? ¿Dónde…? Mmmm, y a los libros de la biblioteca los cubre una telita de olvido, piensas: La melancolía es la felicidad de estar triste, decía Víctor Hugo.

La llave del lavabo gotea lenta e infinitamente, como lágrima de Polifemo. Acomodas tus lentes y tu traje raído. Ya no usas pinchis corbatas, pa qué, piensas con una sonrisa sarcástica. En los jardines desiertos, el otoño barre las primeras hojas caídas de las altas copas de los árboles. Siempre te preguntaste ¿Por qué, chingaos, nunca sacaron tanto pinche coche del estacionamiento y éste, mejor, lo hacían jardín? Concedido. Ahora, han derruido lo que fue otrora el centro neurálgico de la juventud y la academia de la institución: la cafetería-librería: sus muros, con mordiscos, las varillas, dobladas y los techos mutilados.

Aquí, en la escuela, dabas clases, dictabas conferencias, presentabas tus libros y los de tus compañeros investigadores. Siempre había muchos invitados: abrazos, sonrisas, canapés, aplausos, palmaditas en la espalda y vino de honor en cada presentación, cómo no. Cuántas eminencias del país e internacionales pasaron por sus salones de clases y auditorios.

Y recuerdas que cuando empezaste a trabajar aquí, tus dos pequeños hijos, Zairita y Bruno, te acompañaron muchas veces los sábados, y mientras tú dabas clases, ellos corrían seguros en los prados verdes y jugaban alrededor de las fuentes. A tu hijo le gustaban los jotqueiks con miel de abeja, a ella, las enchiladas verdes. “Papá, Brunito pidió otras galletas”, decía la niña. Te apenaba que no te querían cobrar su desayuno en la cafetería: “Orden del director”, te decían. “Ya no pidan nada”, conminabas a los niños. Ahora, se han ido.

Miras que en un extremo del jardín vuela una hoja marchita. Las fuentes, casi piedra. Creías que tu trascendencia estaba en esas paredes de gruesos muros de los edificios minimalistas que tú ayudaste a construir con tu trabajo desde hacía más de treinta años. Treinta años, carajo. Creías que tu trascendencia estaba en esos jardines y en los libros que escribiste. Hoy, ya no estás tan seguro.

Sales de la biblioteca. ¿Mañana seguirá de pie? Miras a la luna y ella a ti y por fin comprendes que lo relevante de tu trabajo y de tu vida en este lugar no está en tus libros escritos ni en las paredes ni en las fotos ni en las escaleras de madera ni en las fuentes. Todo lo sólido se empieza a diluir en la atmósfera. Sí, se ilumina tu rostro porque, por fin, cavilas:  Lo eterno está en la materia humana, en los cerebros, en el corazón, en el estómago y en los riñones de mi familia, de mis alumnas y alumnos, de mis amigos, está en las mujeres que amé y que aprendieron de mí y yo más de ellas. Sí, está en quienes enseñaste, sin egoísmo, a pensar por sí mismas y por sí mismos, en la gente que rio junto a ti en las aulas, en la cafetería, en los jardines y en la alcoba.

Y, entonces, un gusanito lumínico entra en tu cerebro, te hace ver que lo verdaderamente trascendental está en lo efímero, en lo volátil y ya cobra sentido tu vida: “El verdadero maestro es el que ayuda a sus alumnos a prescindir de él y el que también aprende de ellos y habré hecho un buen trabajo si lo que yo les enseñé, se refleja en sus libreros y en sus mesas, rememoras que les decías a las muchachas y muchachos en el aula y en la cafetería. Caminas en los jardines de la escuela y recuerdas que siempre tuviste un sueño recurrente donde muchas veces te veías, siendo niño, jugando en estos jardines, aún sin conocerlos, alrededor de las fuentes burbujeantes y con tus hermanos menores correteado libélulas.

Ahora, tus hijos han partido de tu lado. Aún te acompaña Torcuato, tu gato, el patriarca que invita a cenar, claro, tú pagas, a todo el gaterío del enorme jardín donde ahora vives solo.                        Los rostros de las fotografías de la biblioteca siguen rejuveneciendo, ah, cabrón, soy un chavo encerrado en un cuerpo que envejece, pero no mi ser. Me estoy volviendo no sólo viejo, sino hasta loco, piensas y sonríes. Te despides del jardín y él de ti. La noche, el frío y la luna descienden lentamente de los cielos. Yo, te observo. Mudo testigo. Metes las manos, con lunares y surcos que antes no tenías, en las bolsas del saco. El viento helado chicotea contra tu cara y pecho.                                                       Es hora de ir a casa. Y sonríe el cíclope…

La Candelaria, Coyoacán, octubre 2023