Martín André Rosas Ortiz. Esperanza

Martín André Rosas Ortiz. Adquiriendo habilidades como tarotista y fantaseando más allá de su experiencia con los videojuegos, comenzó a escribir una novela sobre el mundo de los arcanos. En el proceso, se inscribió al taller de Escritura Creativa Miró, dirigido por el maestro Miguel Barroso Hernández y, hoy, cree posible el sueño de convertirse en escritor.

Con 17 años, cursando el quinto semestre de preparatoria en el Liceo Veracruzano, Martín aprehende las técnicas y habilidades narrativas para, próximamente, estudiar literatura y convertirse en protagonista de su propia historia.

 

ESPERANZA

 

“Ya está decidido” —pensé.

En el tope de la azotea, los despropósitos se volvían cada vez más relevantes. Mirando al cielo repasé mi vida: los altibajos, los sueños que pude materializar y los que no. ¡Estaba listo!  Observé la bella ciudad frente a mí y, a punto del adiós, escuché el ruido de la puerta de metal por la que había salido a la terraza del edificio.

—¿Dylan? —sonaba confundida.

—¿Necesitas algo? —pregunté, volteándome, como si fuera normal atender un deseo al borde del precipicio.

—En nombre de lo divino. ¿Qué estás haciendo? —su tono había pasado de la impresión a la histeria o al miedo.

—Es exactamente lo que parece.

Por un instante, mi amigable, feliz y relajada amiga María, entró al estado de shock.

—Dylan, escúchame —dijo, por fin—. Lo que estás haciendo es ridículo…

—Y, sin embargo, aquí estoy. ¿Serías tan amable de regresar, por donde viniste? Odiaría que vieras esto en vivo.

Intentó caminar hacia mí, con la completa intención de detenerme; pero se contuvo al ver que me acerqué a la orilla del edificio.

—¡Dylan, para ya por favor!

—¿O si no, qué? —reaccioné furioso—. ¿De verdad vamos a pretender que te importa lo que yo hago con mi vida?

—¡Claro que me importa!

—¡Bueno, pues a mí no! ¿A quién le interesa, verdaderamente? Nada pasa con nadie y nada me pasa a mí. No me estoy perdiendo de nada y tú tampoco. Ahora, ¿podrías irte, por favor?

María me miró desolada y no pudo hablar más. Simplemente, volvió a la puerta que daba acceso a la azotea.

De vuelta a la ciudad, la noté diferente. Las lágrimas llenaron mis ojos, sentí seca la boca y el dolor o el vacío en el pecho se acentuó. Lloré como nunca lo hice. Luego, abrí los brazos y cerré los párpados. Tomé aire, me despedí de la vida… y a punto de saltar, me salvó su abrazo:

—¡Lo siento mucho, debí ser más atenta!