Rey Barbier. Actualmente estudiante de Psicología en la Universidad Veracruzana. Nació el 7 de septiembre de 1997 y ha escrito una variedad de textos desde los trece años. Su primera experiencia en un certamen de escritura fue en el presente año, en el Concurso de Relato corto, organizado en la Facultad de Psicología de la UV. En el que obtuvo el segundo lugar con el relato que lleva por nombre “El retrato de Gera” y por lo cual desea seguir participando en otros concursos a futuro.
DE AGUAS BRILLANTES
(Segunda parte)
Desechos radioactivos, eso era algo que sólo tenía la isla de DuPont Marie Havre y los jóvenes nos dedicábamos a limpiarlos. Sólo podías trabajar por dos años, en jornadas cortas y espaciadas. Cuando cumplías los dieciocho, dejabas de ganar los montones de dólares y recibías un aviso de realizarte múltiples estudios para confirmar que no estás muriendo de algo. La isla de DuPont Marie Havre tenía un océano radioactivo y eso no lo tenía ninguna isla en el planeta.
Era mi último día de labores, como siempre, fui acompañada de Sidaín, que me hacía temblar las rodillas cuando me jalaba del overol.
—Eres muy lenta, si quieres te cargo —, decía en tono de broma porque se sabía más bajo de estatura que yo.
Los días anteriores hubo revuelo entre unos grupos religiosos del archipiélago. Los niños se cubrían los rostros y hacían retenes de personal, cada vez era más largo el tiempo de espera para cruzar de isla a isla. Ese día que iba con Sidaín, mi último día como empleado en las fosas radioactivas, fue cuando se reventó el hilo. Conforme nos acercábamos al sitio de transportes, nos dimos cuenta de que no había ni un alma.
—Regresen, vayan hacía atrás —, un joven que estaba por delante volvió corriendo entre la arena y ahí lo vimos caer de rodillas.
La arena se cubrió de la roja viscosidad de los sesos del joven. Una bala rebelde lo alcanzó antes de que llegara a nosotros. Era el movimiento religioso del archipiélago que estaba harto. Tenían años diciendo que seríamos castigados por lo que le hacíamos a la isla, para ellos que las aguas brillaran era la señal de dios y no los niveles altos de contaminantes.
Yo estaba congelada por el pánico, hasta que sentí la mano de Sidaín y los oídos se me destaparon con su grito.
—¡Corre! —, me llevaba casi arrastrando con su velocidad. Teníamos que salir de ahí y volver al puerto donde no podrían acceder.
No queríamos voltear atrás, pero sabíamos que venían por nosotros. Nos estaban cazando de cierta forma y no teníamos derecho a decir nada. Por un segundo, vi la sombra de una joven con un rifle, tenía el rostro cubierto como su congregación le mandaba para mantener el anonimato de su lucha. La vi muchas veces antes, sus ojos azules eran los únicos que resaltaban entre tantos orbes negros y apagados. Ella era extranjera, no imagino qué pudo enamorarla de una creencia tan estricta como para no salir del archipiélago huyendo. Ella abrazaba su creencia tan fuerte como tomaba el rifle.
Llegamos al puerto chico, donde no había ni un barco para cruzar a nuestra isla. Los desataron todos y dejaron a la deriva. Se podía cruzar nadando, pero pese a todos los intentos de Marco, yo nunca aprendí a nadar.
Él estaba ahí, cerca trabajando en la pesca y nos vio haciendo señas desde lo alto de una estructura de piedra. Era un arco alto donde difícilmente nos alcanzarían a ver los grupos de acción. Marco me vio y pidió que saltara.
—Yo te atrapo —, decía desde abajo. Eran unos cuatro metros de caída.
Yo miré abajo y no vi donde pondría los pies. No se alcanzaba a ver el fondo, esa agua no me llegaba a la cadera. Me negué, mientras que Sidaín saltó al agua, parecía un pez, así como su hermano mayor. Marco nadó hasta la estructura petrosa y cuando menos me lo esperaba me tomó de las piernas. Me entró el vértigo y cerré los ojos.
—No, Marco, no quiero entrar al agua —, sentía la desesperación de quienes nos buscaban y la furia de escuchar a Marco tomarse todo como un juego.
—No seas mariquita, y baja —, sus palabras me calaron hondo. Al final, él nunca me había querido ver con el uniforme.
Para Marco fue imposible ver a una mujer bajo el overol, así que lo patee con mis botas de punta metálica para que me soltara y cayera al agua. Estaba molesto y nadó de vuelta a la Isla. No habría matrimonio, ni vida juntos y mucho menos si yo me quedaba ahí hasta que me encontraran.
—Baja, baja rápido —, oí la voz de Sidaín desde la base del puerto. Era él y había traído una lancha pequeña a la orilla. Pudo irse, pero decidió volver para ayudarme.
Por eso mi corazón era de él y no de Marco. Sidaín no lo sabría hasta tiempo después, cuando Marco ya había muerto.
Marco, él nunca quiso trabajar en la fábrica de limpieza. Se dedicó a la pesca y esa fue su perdición. Yo sólo me expuse cuando trabajaba con el overol y las botas plomadas, pero él nadaba en las radioactivas aguas de DuPont Marie Havre a diario. Las inigualables aguas luminosas que se estaban apagando. En las noches nos besábamos frente a esas aguas, pero yo no metía mis pies por el miedo.
Yo salí limpia en mis exámenes, de una ligera anemia no pasaban mis males, pero Marco… él estaba muriendo. Algo crecía incontrolable en sus intestinos, que fueron extraídos pedazo por pedazo, hasta dejar a un demacrado e irreconocible Marco.
La isla de DuPont Marie Havre, también tenía la tasa más alta de cáncer que cualquier otro lugar en el mundo. Nadie más tenía esas cifras alarmantes.
Después de la muerte de Marco, la isla de DuPont Marie Havre se volvió igual que otras islas, sin el amor en las tardes, sin el vestido naranja y las aguas azules que resplandecían en la noche se apagaron.
La arenilla del archipiélago se tiñó de rojo, no había más grupos radicales porque sus entrañas estaban esparcidas por todo el terreno. Alguien los mandó a limpiar, alguien que quería seguir enterrando sus desechos bajo el agua.
Yo me fui de esa inigualable isla a los diecinueve años, después de que Marco dejara ir su último aliento. Abandoné a Sidaín, pero le dejé una carta antes de marcharme. Por la memoria de Marco y mi vestido naranja, él no podía saber que nunca amé a su hermano. Si me quería de alguna forma, me dejaría de querer al saber que lo engañé tanto tiempo.
Me fui a un trozo de tierra amplio, donde el mar estaba tan lejos que parecía no existir la arena. La ciudad me rodeaba y el bullicio nocturno no se hacía esperar, había más chicas como yo y éramos deseadas. Me di cuenta de que había muchos Marcos, les encantaba comprarte ropa, zapatillas y llevarte a pasear, pero no querían verte sin maquillaje por la mañana. No encontré a nadie como Sidaín, ni a uno solo.
Las chicas hablaban de la cirugía, estaba de moda y todas la querían. Se inyectaban hormonas e iban a charlas con psiquiatras malhumorados, era carísimo y las que podían costeárselo no dormían de noche. A mí me daban miedo las tijeras, un bisturí sonaba como una historia de terror. Me seguía poniendo mi vestido, aunque algo debajo de la falda tuviera que seguirse estrangulando con la ropa interior. Yo dormía de noche como todas las demás personas. (Continuará…)