Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.
Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.
EL BARBERO DE SEVILLA
Viviendo de esta pequeña barbería, en la colonia Juárez, me he llevado grandes sorpresas; pero nunca como la de volver a tener enfrente a un viejo adversario. Lo de viejo es por la edad de ambos y no porque haya continuado agarrándome como su «puerquito». ¡Eso fue hace muchos años!
Ubicado en la calle Sevilla y cerca de una de las estaciones del Metro, la clientela en el local está garantizada y más ahora que, para mi buena fortuna, la barba se ha puesto de moda y los hipsters la han adoptado; con la ventaja adicional de que les gusta tenerla bien cuidada.
Recibo mayormente a jóvenes y como el oficio se presta al diálogo he sido el confesor de algunos. He tenido todo tipo de clientes en el sillón y, no hace mucho, creo haber evitado el suicidio de un muchachito que vino a afeitarse la barba, estilo full beard, para que la soga le agarrara bien el cuello. “Yo escuché que a un gobernante de Cuba lo salvó la barba, cuando lo intentaron ahorcar”, me dijo.
El Mercedes Benz estacionado, frente a la entrada, ya estaba fuera de contexto y que bajara un señor con traje y zapatos elegantes, era rarísimo.
—Buenas tardes —saludó—. ¿Podrían arreglarme la barba?
—¡Por supuesto! —le ofrecí la silla y por cortesía dije mi nombre—. Yo mismo lo atenderé.
—Quizás ha escuchado sobre mí en las noticias. Pronto tendré que acercarme mucho más al pueblo y a la pobreza. Vi su negocito y como no me da tiempo llegar a la barber shop, donde me atienden, he decidido confiarle mi vida —admitió soltando una carcajada—. Soy Ismael Rovirosa.
¡Claro! La mano, por instinto, apretó la navaja que agarré para afilar mientras mi ayudante le ponía la tela impermeable.
¿Cómo es posible que no me reconozca? Soy igualito a papá. Quizás ni siquiera me ha mirado bien a la cara… Sin lugar a dudas, continuaba siendo un prepotente mal nacido…
Eran los setentas y tuve la mala fortuna de ser su compañero de salón durante seis largos años. Cursamos parte de la primaria y la secundaria. Yo era el hijo del peluquero y él del “banquero”. Así, bien entrecomillado, porque su padre nunca fue propietario de ninguna institución financiera; sólo el gerente, con muy buen sueldo, de una sucursal del hoy desaparecido Banco Serfin.
Papá, siempre se esforzó para que sus hijos fueran a una escuela particular. Tomábamos muy temprano el autobús, para llegar a tiempo. A Ismael lo llevaban en auto, aun viviendo a escasas calles de la escuela. Desde su óptica, eso le daba derecho a ningunear a todos los que, creía, no estaban a la altura de su vida. Conmigo, en especial, se ensañó.
Tras los veranos llegaba a clases con mochila, lápices, lonchera: todo nuevo y comprado en McAllen, a donde iba cada año con su familia. En cambio, yo era el príncipe del reciclaje. Si a los cuadernos le sobraban hojas, mi mamá las juntaba y uniéndolas con estambre hacía uno nuevo, que servía a la perfección… A la perfección para ser blanco de las burlas de Ismael, quien con los suyos, luciendo imágenes del hombre araña y otros superhéroes, nos apantallaba a todos.
Coloqué el lienzo caliente y, mientras preparaba el jabón, observaba la barba de mi ex-verdugo. ¡Lo tenía a la mano! El despreciable sujeto que me hizo sentir miserable estaba frente al filo de mi navaja.
Cómo olvidar cuando iba hasta la colonia, para que papá le cortara el cabello y salía corriendo sin pagar. Cómo no recordar que fue él quien empujó a Don Pepe. El septuagenario conserje cayó de bruces, frente a las risas de Ismael, fracturándose la muñeca. Ya no podría barrer, ni trapear el piso y ¿de qué forma iba a mantener a su esposa Rosita y al nieto que le dejaron un día en casa?
¡Sí! Tú metiste las revistas Playboy en mi mochila y me acusaste con el prefecto. Estuve suspendido una semana por morboso y otra por mentiroso, porque negué que fueran mías. También cortejaste a mi hermana:
—Ismael me invitó a salir —le dijo emocionada a las amigas. Se arregló lo mejor que pudo y a la hora convenida pasaste en el auto de tu papá con un séquito de aduladores. Hasta el chofer tocó el claxon en repetidas ocasiones para que luego gritaras a todo pulmón: “¡Yo no salgo con la hija del peluquero!”. Jamás olvidaré el rictus de mi hermana. Ese semestre reprobó la mitad de las materias porque, avergonzada, no entraba a la escuela.
Bien dicen que no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague. Mi navaja se deslizaba sobre la delgada piel del cuello a milímetros de su yugular. Puedo fingir un estornudo —pensé—, mover involuntariamente la mano y, al menos, hacerlo sangrar profusamente. ¿Acaso, matarlo? No tuvo misericordia conmigo. Lastimó a mi familia… Puedo convertirme en un ser despreciable y vil como él, pero mejor ni le cobro —concluí—Ya tenía otros 2 clientes esperando.
—¿Cuánto le debo?
—La casa invita —le dije.