Rey Barbier. Actualmente estudiante de Psicología en la Universidad Veracruzana. Nació el 7 de septiembre de 1997 y ha escrito una variedad de textos desde los trece años. Su primera experiencia en un certamen de escritura fue en el presente año, en el Concurso de Relato corto, organizado en la Facultad de Psicología de la UV. En el que obtuvo el segundo lugar con el relato que lleva por nombre “El retrato de Gera” y por lo cual desea seguir participando en otros concursos a futuro.
El retrato de Gera
Gerardo Valverde, o sólo Gera, como lo conocían aquellos que tocaban de vez en cuando su puerta preguntando por un artista. Buscaba desesperado entre el polvillo que deja el grafito al amor de su vida. Se lo restriega entre los dedos para comenzar así otro retrato. Uno con una esencia nueva; que le hiciera sentir más vivo con cada detalle y menos triste con cada trazo.
Gera no se había acostado con nadie, al menos no en mucho tiempo; pero eso no le impidió sentir que tuvo posesión de numerosos cuerpos, uno por cada ocasión en la que su lápiz se deslizaba sobre las pulposas hojas de su cuaderno. Esas que parecían tener la capacidad de contener dentro de sus porosas fibras, el alma fugaz de quienes posan para él. Haciendo del lugar donde se concentra el grafito, la cumbre de toda magia.
Cada trazo era un beso y los difuminaba hasta desaparecer, uno a uno con las desgastadas yemas de sus dedos. Otra noche, otro dibujo, otro amor, pero nunca el amor de su vida. Nunca parecía satisfecho al terminar una obra; la necesidad de gratificación inmediata lo mantenía atrapado en una constante búsqueda de estímulos que ni él mismo se lograba explicar.
Un día, Gera se despertó de un pesado sueño, sólo para mirarse al espejo con repentina angustia. Pasaron años desde la última vez que se observó con detenimiento, no se recordaba tan desangelado y macilento. Se le hizo incómodo reconocer las visibles venas que recorrían el mapeado de su abdomen con estrías; los nudillos protuberantes hospedados en lo que alguna vez fueron delicadas manos y los pómulos elevados que lo promovieron a un estatus de musa en su juventud, pero que ahora no parecían otra cosa que simples abultamientos. No quedaba ya albor en su cuerpo; no era ni musa, ni ángel y mucho menos a quien la gente llamaría hermoso.
Ante la catarsis en su espejo, Gera se acarició con amor el rostro; impregnando su piel con los restos de grafito que ya solían reposar de forma permanente en sus dedos. Su tez se parecía más a un lienzo en blanco; fibroso, como la pulpa del papel que atrapa los montoncitos de carboncillo en sus porosidades. Por más convaleciente que se viera en el reflejo, Gera no percibió en sí mismo la decadencia que advierte en los demás.
Ver la dramática forma en que sus costillas se hundían con cada respiración lo hizo exaltarse.
—Qué sublime —pensó, mientras una inspiración profunda le encendía los pulmones.
Se vio transformado en una pieza de arte viviente, en un reflejo exacto de aquello que le aquejaba del mundo y que nunca se hubiera visto en la capacidad de retratar, a no ser que lo padeciera. La estética simple había dejado de ser hace mucho, el objeto de admiración del hombre que sólo podía vivir de excesos nocturnos y de pintar retratos. La belleza nunca supo de sacrificarse así.
Entonces, levantó un lápiz y los polvos del áspero grafito, mientras que el corazón; empujando su esternón aparatosamente hacia adelante con cada latido, buscaba salírsele del pecho. Quería dibujarse antes de terminar muerto por los besos de la nieve, esos besos escarchados que, durante sus noches enajenado en la posesión de tantos cuerpos, se vio encargado de conseguir.
Gera no soltó el lápiz hasta que su corazón se detuvo. Se había arrancado a si mismo él aliento. Fue hasta ese momento que supo, que él era el amor de su vida.