Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.
Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.
La magia de las pequeñas cosas
Alzó la mano desde las sombras del coche y saludé sin tener la más remota idea de quién se trataba, hasta que bajó:
—¡Lo siento mucho, Elsa! Tu padre era un hombre como pocos: caballeroso, honesto, gran conversador… —aseguró Salma, abrazándome.
En sus hermosos ojos verdes, asomaba el inconfundible brillo de la nostalgia; la chispa que a pesar de la edad sigue manteniéndose viva en consonancia con los recuerdos.
—Cuando tu papá llegó a la colonia, yo era una chiquilla y venía con mi hermano al taller sólo para verlo. Entre los autos, explicando los desperfectos de un motor o las desventajas del Chevrolet del año; aún con las manos o la ropa manchada: se convirtió en el príncipe de mis sueños. —Sonrojándose y evitando que las lágrimas surcaran las arrugas de su rostro, continúo—. Ya de joven, incluso casada, hacía dulces árabes y le traía. ¡Los comía feliz!
Imaginándolos, salivé como perro bajo condicionamiento pavloviano. Entonces, dijo:
—Vine a saludarte y a celebrar que tuve la suerte de conocer a un hombre excepcional. Como no tenía dulces árabes, te traje mole. ¡Lo hice yo misma!: con tortillitas calientes y arroz a la mexicana.
Sentí una descarga eléctrica. Emocionada, recibí el tributo de amor que Salma le ofrecía de manera indirecta a papá y a mí me tocaba degustar directamente. Nunca pensé que aquel contenedor de pyrex con arroz, mole y un toque libanés de ajonjolí, me invitara a la reflexión…
Confieso avergonzada que, por mucho tiempo, le fruncí el ceño a más de un regalo. A veces los tiraba a la basura o terminaban olvidados en cajones. Quizás me sentía merecedora de todo y lo que recibía no siempre cumplía mis expectativas. Lo bueno es que la vida misma se encarga de ponernos en nuestro sitio y a punta de guamazos se me quitó lo pretencioso. Aquel mole hecho a mano era un regalo al corazón y ahora “las pequeñas cosas”, de las que hablara Serrat, son las que más disfruto.
Por sobre costosos obsequios, sonrío frente a los nopales que otro amigo de la familia corta muy temprano en su rancho de Teotihuacán:
—Le escogí los más chiquitos y los más tiernitos: ¡así como le gustan!
Su generosidad es como una joya de esas que vienen en cajita azul: “azul Tiffany”… y mis ojos brillan… brillan igual a los de Salma, aquel día, cuando hablaba de mi padre.