Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.
Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.
Voces en el cielo
Era lunes y llevaba el tiempo justo para llegar a la cita más importante en ese momento de mi vida. En Ciudad de México nos hemos acostumbrado al intenso tráfico, pero algo fuera de lo común ocurría. Los autos estaban totalmente detenidos y algunos conductores se habían bajado y miraban hacia la torre más alta de aquel gran puente.
Desesperada y sin opciones, salí del auto, caminé unos metros y… ¡¿qué veo?! Una diminuta figura, en la parte más elevada de dicha estructura y, abajo, varios camiones de bomberos. Las brigadas, extendían sus escaleras sin éxito: era imposible llegar al cielo.
¿Cómo había subido, esos 200 metros, aquella personita? Pudiera decir que el público presente se mostraba alarmado, pero siendo honesta, pesaba más el morbo de ver a un ser humano en caída libre.
Entre la multitud, pendiente del desenlace, con la certeza de que tendría que reprogramar mi cita; me sorprendió uno de los bomberos:
—Señorita, disculpe, la chica que está arriba dice que solamente quiere hablar con la persona de la chamarra de color amarillo fosforescente.
¡Esa era yo! Siempre visto de colores llamativos y, supongo, desde las alturas, era la única identificable.
El vulcano preguntó si sería capaz de subir y dialogar con quien, pensé, en algún tipo de capricho, eligió a una desconocida, con atuendo brillante, para convencerla de no arrojarse al vacío.
—¡Sí!, acepto —dije creyendo que podría ser algo digno de contar.
La chica se llamaba Fernanda, supe mientras ajustaron el arnés a mi cuerpo. Atada de una cuerda especial, pendiendo de la estructura del puente, subía con el corazón queriéndoseme salir del pecho. Llevaba equipo extra para colocarle en caso que lograra hacerla cambiar de opinión.
¡Allí estaba! En su lindo rostro sobresalía una mueca de dolor, desesperación y miedo. Si primero pensé: “está queriendo llamar la atención”; cambié de opinión al constatar el lenguaje de su cuerpo. Era como ese perrito atrapado en la vía rápida: esperando el golpe que lo liberará del terror o con la esperanza de que su destino cambie y alguien lo salve.
—Fernanda, soy Marisol. Tú me elegiste para que subiera a platicar contigo… ¿Me puedo acercar?
Entre sollozos, expuso que existir carecía de sentido, que su prometido había roto el compromiso, que no podía ni quería imaginar una vida sin él.
Cometió el grave error de pensar que un hombre podía convertirse en su todo y lo responsabilizó de la felicidad que soñaba, sin tomar en cuenta que la dicha no se puede mendigar, mucho menos exigir.
Estuvimos conversando… Y no, precisamente, bajo el discurso de «la vida es bella, vale la pena el viaje… sonríe y se feliz”. Éramos dos desconocidas a quienes unió el color de una prenda y suicidarse por la supuesta culpa de un tercero no era la mejor idea.
—Piensa en las personas que te quieren… No merecen tal dolor.
Después de un tiempo en el que nunca dejé de hablar, conseguí ponerle el arnés. Hice la señal acordada a los bomberos y bajamos las dos a salvo.
Los fieles espectadores, vitoreando, tomaban fotos, y me agradecían. Yo apenas empezaba a procesar lo sucedido.
—Gracias por salvar mi vida —dijo Fernanda, pisando tierra firme, mientras nos abrazábamos.
—¡Gracias a ti! —respondí.
Días atrás había salido positivo el resultado en mi prueba de embarazo. Yo, apenas era una joven universitaria con ganas de comerme el mundo a puños y miles de proyectos en mente. Un bebé, sin duda, los interrumpía.
Aquella tarde iba camino a la clínica para que me practicaran el aborto… Estando tan cerca del cielo, hablando de la vida y lo cruel que puede ser arrebatársela a cualquier ser humano, escuché su voz. En verdad, yo no salvé a la chica suicida, ella evitó que cometiera un error que no iba a poder enmendar jamás.
Junto a Fernanda, hice catarsis… Nadie, en este mundo, debería morir por alguien; mucho menos, matar a otro por intereses personales.
Ocho meses después, nació Fernando. No me equivoqué ese lunes, cuando acepté subirme a la cima del puente, pensando que tendría una gran experiencia para contar.