Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.
Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.
Pirámides de ilusión
Me llamo Samuel Amezcua y soy originario de Zacatlán de las Manzanas. Estudio Antropología en la UDLAP, porque desde niño amo visitar ruinas, pirámides y ese tipo de sitios que nos hablan de la grandeza de nuestros ancestros.
Vivo rentado en una construcción del siglo XVIII, con paredes anchas y techos altísimos: ¡mi mero mole! Cuando la vi, quedé encantado: ¿cuántos secretos guardaba? Además, viviendo en el corazón de Cholula, podía irme caminando a la facultad y disfrutar de la cautivadora ciudad: llena de historia, tradición y lugares arqueológicos… ¡Todo era fascinante!
En la casa, comparto espacio con otros estudiantes que tienen, al menos, un año viviéndola. Yo soy el nuevo integrante y, como novato, víctima de sus constantes bromas. Pero lo que les voy a contar no tuvo que ver con los espíritus aztecas que se inventaban para asustarme…
Era la Fiesta Patronal de San Andrés y todos fueron al centro a escuchar música. Yo andaba agripado y preferí quedarme a descansar. Tras la ventana de mi habitación se alzaba el Santuario de Nuestra Señora de los Remedios aplastando a la Gran Pirámide. “¿Cuándo me tocará una práctica de campo al interior de aquel monumento universal?”, suspiré y con el silencio supuse que dormiría a pierna suelta.
¡Casi lo consigo! De pronto sentí el ′pum′: un golpe seco del marco de la ventana contra la pared y comencé a escuchar ruidos raros.
“Quizás, regresaron los chicos e intentan concretar una más de sus bromitas”, pensé y, acurrucado, cubrí mi cabeza con la almohada. Entonces, sobrevino el llanto o el quejido de… “¿un bebé?” A intervalos escuchaba, también, el rítmico tac, tac, tac de la madera crujiendo por pasos desorientados en la sala de la vieja mansión; seguido del característico aullido del viento fuerte en la madrugada.
Salí de la cama y agarré el candelabro de la mesita para defenderme, si lo necesitaba. “No eran mis compañeros. ¡Estaba seguro!”
Caminando por el pasillo, rumbo al comedor pude distinguir unas sombras largas y, en un rincón, par de luces brillantes… “¡Esta casa está embrujada!”, supuse.
Más que miedo, creí emocionado que los cholultecas me habían elegido para revelar secretos o darme algún mensaje. “¡Yo sería el arqueólogo que descubriría sitios nunca antes explorados!” O mejor aún, podía tratarse del legendario diablo en el que creen ciertos lugareños. Ataviado cual charro y montando un caballo zaino, iba a tentarme para que le vendiera el alma a cambio de riquezas. Nunca digas: «De esta agua no beberé». Si se me hubiera aparecido capaz que caigo en sus redes. Y con cofres repletos de monedas de oro, podría costear las excavaciones que me lanzarían a la fama mundial…
Soñaba despierto, agudizando los sentidos, para que no se me escapara nada de lo que estaba a punto de ver… Pero también “podía tratarse de un ladrón, ¿no?”
Enfrentar maleantes no estaba entre mis planes. El corazón latía como si buscara liberarse de las jaulas del pecho. Adrenalina, miedo… y de pronto:
′Miau′
“¿Cómo miau? ¡Miau, no!” Encendí la luz y me encontré a un gatito negro, más asustado que yo o menos ilusionado. Traía la marca de unos colmillos en el lomo. Tal vez un perro lo perseguía y mi casa fue el refugio seguro que encontró en su camino. Lo limpié, alimenté y me quedé dormido escuchando su ronroneo, soñando con la antigua civilización que le guarda a México los grandes secretos que un día descubriré.