Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.
Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.
Alerta a los sentidos
Mi nombre es Ana Sofía y soy directora de relaciones públicas en equis empresa transnacional. Tratar a personas, de todo tipo, se me da bien; pero recuerdo que a Ramiro no podía ni verlo.
Era uno de los jóvenes que trabajaba en el departamento de contabilidad y cuando coincidía con él, en un pasillo, invariablemente lo evadía; metiéndome a una oficina o al baño.
¡Me enerva y no lo soporto!, pensaba y era raro aceptarlo. Nunca nadie me había ocasionado esa sensación.
Mi secretaria le resaltaba lo cortés y educado. Decía que era un muchacho inteligente e iba a llegar lejos en la empresa. Pero yo lo veía con sus trajes brillosos y mal cortados, el pelo engominado, los zapatos sin estilo… y me causaba repulsión. ¡Hasta la calcomanía de su portafolios me molesta!
Cuando pasar a su lado era inminente, contenía la respiración y fingía checar el celular. ¿A qué podía oler un hombre así?
Mi oficina se localiza en el quinto piso y, normalmente, uso la escalera para ejercitarme durante la jornada laboral. Aquel día, tenía prisa y cargaba las bebidas que consumo durante la semana: agua alcalina, té verde, agua con chía sin azúcar, bebida de proteína… Opté, entonces, por usar uno de los elevadores que estaba a punto de cerrar sus puertas y, ya dentro, me encontré frente a frente con Ramiro. Él y yo, solos en un metro cuadrado. Respondí a su saludo, por mera educación y contuve el aliento. Oprimí el número del piso y clavé la mirada en la puerta. Finalmente, serían segundos.
No imaginé lo que se avecinaba. El ascensor se detuvo, bruscamente, la luz parpadeó y la taquicardia asomó en mi pecho. ¿Qué sucedía? Desde niña padezco claustrofobia y, para colmo, estar junto a Ramiro no ayudaba. Caí al suelo, desperdigando las bebidas de la bolsa y, medio inconsciente, escuché una voz amable, con perfecta dicción:
– Está temblando. Debemos guardar calma y pronto vendrán a sacarnos… Respira profundo –dijo, tomándome las manos–. Intenta pensar en algún lugar que te guste y te haga feliz. El mar, por ejemplo. ¿Con quién te gustaría estar allí? Siente la brisa, el aroma suave y fresco de la playa…
Con los ojos cerrados, me sentí arrullada, como entre las olas y seguí al pie de la letra sus instrucciones. Reaccioné cuando abrieron la puerta. Estaba entre botellas y el horroroso saco de Ramiro cubría mis piernas.
– ¿Te sientes bien? ¿Crees poder ponerte en pie? –preguntó mi salvador.
A partir de entonces, lo vi diferente. Por sobre el aspecto descuidado, descubrí al ser humano ecuánime, sensible y generoso; cuya voz fue capaz de calmar una de mis más grandes fobias.
¡Ah!, por cierto, no olía nada mal. Su fragancia favorita es la de Verbena. Ahora, coloca loción sobre las nuevas camisas y cuando veo, en el baño, que está a punto de acabarse, voy a comprarle otra.