Teresa Vázquez Mata. Deseo ¿inconfesable?

 

Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, Tere, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.

Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.

 

Deseo ¿inconfesable?

 

Soy María del Rosario, como muchas mujeres de la familia que me antecedieron con igual nombre. Mis bisabuelos llegaron a México, de España, en los años treinta; con las manos vacías, pero deseando trabajar y establecerse en estas benditas tierras.

Aureliano venía huyendo de la guerra, como muchos otros y, al igual que tantos compatriotas, comenzó vendiendo pan; siempre pensando en un mejor futuro para su descendencia. Al primogénito Sebastián, le procuró buena educación. Estudió Derecho, en la Universidad Nacional, convirtiéndose en abogado y, contrayendo nupcias con una mujer de ascendencia española, procrearon a Sebastiancito –mi papá– que también se dedicó a las leyes.

 

En ese entonces, a los hijos no les preguntaban su parecer. Los padres decidían por ellos y las cosas, muchas veces, salían bien. Compartían nombre, apellido, profesión y despacho. Es decir, llegaban a esta vida con la mesa puesta.

 

Aunque yo nací, como dicen, más mexicana que el mole; siendo hija única y sin tomar en cuenta mis aptitudes o deseos, llegado el momento, acudí sin chistar a la facultad de leyes de una prestigiosa universidad privada. Así, coincidimos tres generaciones en el bufete «Amuchástegui & hijos S.C.». Sonaba muy lindo y tranquilizador para mi familia, pues nunca me iban a faltar trabajo, ni ingresos; pero yo desde pequeña tenía una inquietud que sólo le he confesado a Inés:

 

-¿Te imaginas, Inés, lo que se ha de sentir? –pregunté, entrecerrando los ojos– Que el público te admire mientras estás en el escenario…

-¿Cómo? –indagó, sorprendida–. ¿Te gustaría ser cantante?

-Bueno, no exactamente, pero sí quisiera que la gente pagara por verme y me aplaudieran al final –le dije sonriendo, por todo lo que mi mente imaginaba.

-¡Mmm…! Creo que no estoy entendiendo nada… ¿A qué te refieres, exactamente? –replicó con cara de duda.

-¡Ay Inés!, en verdad, esto que te voy a decir no es para que lo andes repitiendo por ahí. ¿Me lo juras?

-¡Lo juro! –afirmó, mientras levantaba la mano derecha.

Confiaba en ella… Nos conocíamos, desde que éramos niñas y compartíamos pupitre en el Colegio del Sagrado Corazón; por eso me atreví a contarle:

– Bueno, es que en realidad yo siempre he querido bailar con poca ropa en un bar para hombres… Imagínate esto… –alerté y expuse mis sueños–. Se apagan las luces… Hay un tubo en medio de la barra del bar… El maestro de ceremonias, anuncia mi aparición y salgo yo, calzando tremendos tacones de aguja, luciendo el diminuto bikini de lentejuelas plateadas que combinaría con una peluca del mismo color… Como soy tan blanca y heredé las facciones de las abuelas, puedo pasar por una mujer del norte de Europa. ¿A poco no? Me contonearía por todo el salón, para después jalar de la ropa a algún parroquiano que estuviera sentado en la barra; subiría por el banco que dejó vacío y, en ese momento, empezaría mi rutina de pole dance.

 

Mi pobre amiga tosió y hasta escupió el café que estaba tomando. Apenada, se limpió con la servilleta y volteó a su alrededor, esperando que nadie me hubiera escuchado.

-¿No estarás hablando en serio, o sí? –susurró, alarmadísima, ante la mirada impávida de mi rostro.

-¡Pero claro que hablo en serio! ¿A poco te parezco alguien que miente? –me puse de pie y recorrí, discretamente, mi cuerpo con las manos desde los hombros hasta los muslos.

 

-¿La Licenciada  Amuchástegui… de teibolera? ¡¿Cómo es eso posible?!

-¡Ay amiga, no es para tanto! Es un simple deseo que tengo, digamos que un sueño guajiro…

-¿En algún momento pensaste llevarlo a cabo? –cuestionó Inés.

-Con decirte que ya hasta escogí mi nombre, porque si anunciaran con el micrófono a María del Rosario, los clientes seguro abandonarían el lugar antes de verme… Me llamaría Eyra, que es el nombre de la diosa escandinava de la salud, pues yo estoy más que saludable, ¿no?. ¡Si me parto el alma en el gimnasio, joder! Pero bajo este aburrido uniforme, nadie lo nota…

-En verdad que te escucho y no lo creo –me decía en shock.

 

La pobre Inés siempre creyó que me comportaba igual a la niña estudiosa, con calificaciones perfectas y correcto vocabulario. Y no es que hubiera dejado de serlo, pero la dualidad existe en cualquier ser humano. Yo era la abogada especialista en derecho corporativo, pero también quería actuar como la desinhibida güera platinada a la que le encanta lucir sus atributos.

 

Aunque no soy especialista en derecho penal, me entero de casos extraordinarios. Hay muchísimas personas que esconden una cara tras la otra. Es tristemente común, descubrir al esposo devoto, trabajador y buen padre, que se transforma en el buscado violador. Los investigadores se vuelven locos, considerando inofensivo al maleante, tras un overol de electricista y su bolsa de pan para la merienda.

Yo, probablemente, también tengo dos caras; las mías, totalmente inofensivas. Quiero ser abogada de día y una salvaje diosa eufórica en las noches.