Antonio Augusto González Cruz. Es Ingeniero Civil con 15 años de experiencia laboral.
Se adentra en el mundo de la plástica bajo la tutela del artista Enrique Sandoval y, actualmente, explora la técnica de la acuarela con el pintor Joel Díaz.
La literatura, es su pasión y como miembro del Taller de Escritura Creativa Miró, dirigido por Miguel Barroso Hernández, en Veracruz; ha publicado varios de sus cuentos en el periódico digital Siete Días de Puebla.
En su obra literaria, Tony no sólo refleja lo cotidiano o caricaturiza el mundo que le rodea. Defendiendo la crónica de lo maravillosa que puede resultar la realidad; es fiel seguidor del gran movimiento de escritores latinoamericanos que dio credibilidad a los aspectos mitológicos o espirituales de nuestra cultura.
¿Un error?
-¡Qué bonito! Yo aquí parado, muriéndome de frío y tú ardiendo entre llamas allá dentro –murmuró, consciente del mal chiste que acababa de soltar.
Apartándose del cristalito blindado, en la puerta del crematorio, gritó:
-¡Holaaaaa!
Nadie contestó… El pasillo estaba lleno de gente que parecía flotar, ahogándose en la tristeza y Eusebio caminó buscando la salida. ¿Qué hacía en la funeraria? Llevaba años sin beber. ¡Una borrachera no era!, estaba seguro; pero, ¿cómo había llegado allí?
“Constantemente lo tenía que sacar de las cantinas. Pero el día que naciste juró no tomar más”.
Enrique recordó los relatos de la abuela que, ahora no más, lo miraba desde la fotografía en la sala, con el traje de tehuana, rodeada de sus doce hijos.
-Una vez –contaba la Tita–, me mandaron a llamar porque tu papá estaba tirado afuera de un bar, ahogado en alcohol y oliendo a perfume de puta barata. Pocos días después, se presentó una mujer en la casa diciendo que estaba embarazada: te parió y nunca más la volvimos a ver.
“Y ahora todo acabó. Huérfano de madre… y papá que nunca quiso checarse el hígado” –susurró Enrique, sacó los documentos de la gaveta, le guiñó el ojo a su Tita y salió a la calle.
“¿Cómo salgo de este maldito laberinto?”, se preguntaba Eusebio.
A lo lejos, escuchó murmullos. Dos personas, por el tono de sus voces, sostenían una acalorada discusión. Se acercó, tratando de hacer el menor ruido.
-¿Cómo me dice, usted, que hubo un error? Yo mismo compré el paquete funerario y me garantizaron el servicio completo…
“¿Es la voz de Enrique?”, dudó, por un instante.
-¿Cómo no voy a cumplirle la promesa a mi abuela? ¿Por un jodido error no podré enterrar a mi padre en Oaxaca?
“¡Sí!”, era su hijo. Eusebio, corrió sin percatarse cómo atravesaba almas que aún no se despedían, de sus cuerpos, en las capillas. Junto a la puerta del incinerador vio, horrorizado, su nombre. Estaba muerto y el cuerpo que cremaban era el suyo.