Teresa Vázquez Mata. Amanecer en nuevo mundo

Teresa Vázquez Mata. Convirtiendo en historia todo cuanto la rodea, Tere, construye nuevos mundos. Poniéndole color y energía al verbo, descubre los conflictos existenciales del ser humano y nos invita a reflexionar. Con sobrado talento, le ha dado valor a la narrativa contemporánea, regalándonos el México de su mirada o su sentir.

Bajo la tutoría del maestro Miguel Barroso Hernández, destaca en el Taller de Escritura Creativa Miró. Y es que a Tere, escribir, se le ha vuelto una pasión a la que no quiere renunciar.

 

Amanecer en nuevo mundo

 

Toribio recordaba haberse acostado en su catre como siempre, dentro de su casa de adobe, como siempre; pero al abrir los ojos, lo que vio no le resultó familiar.

En lugar del techo de palma, lo cegó el cielo despejado. Estaba sobre un elegante camastro, frente al mar que sólo conocía por la película que proyectaron en el cine del pueblo y por fotos de revistas que, alguna vez, tuvo en sus manos. ¿Dónde había quedado la plantación de caña, entre la que nació, creció y ha vivido siempre?

 

Mujeres risueñas, con poca ropa, le ofrecían bebidas de colores que llevaban en charolas. La sensación bajo sus pies, curtidos por la tierra, resultó desconocida. La arena era suave, cálida, se metía entre los dedos y le hacía cosquillas. Ante la experiencia, reía mostrando su dentadura incompleta. Con cautela, fue acercándose al mar. Primero metió el pie, luego se animó a entrar y una ola lo hizo perder el equilibrio. Sobrecogido, sacó la cabeza del agua y sintiéndose a salvo volvió a reír emocionado. Comenzó a chapotear porque, lógicamente, no sabía nadar. Entonces, vio peces pequeñitos que intentaban escapar de su alboroto. A los ­­47 años, solo había visto el pescado guisado que llevara la madrina Eladia para celebrar su décimo cumpleaños.

Quiso saber, qué tanto podía encontrar en las aguas de ese tinaco gigante; pero también quería tomarse una de las bebidas que le invitó la muchacha bonita, con cuerpecito delgado, igual al de la novia de sus sueños. En dos tragos -como tomaba el pulque o el aguamiel que tanto disfrutaba- se terminó el contenido del vaso que le entregó la chica.

Corrió de regreso al mar y metió la cabeza, abriendo los ojos, para disfrutar la variedad de peces que tanto le gustaron. Fue entonces que salió asustado, porque lo que vio no era un animal marino, sino la cara del mismísimo padre, que había fallecido quince años antes. Escéptico, volvió a meter la cara y se topó con el rostro sonriente de su mamacita, extendiéndole los brazos como cuando era niño. Nuevamente, sacó la cabeza para tomar aire y se animó a una tercera sumergida…

¿Era el amigo?  Siendo adolescentes, ilusionado por las historias que escuchaba, el Jeremías agarró la mochila y se fue al gabacho. A los pocos meses, Toribio se enteró que su amigo se había ahogado tratando de cruzar el Río Bravo.

Así, fueron desfilando, bajo el agua, sus seres amados: ¡todos fallecidos! Hasta la maestra Elsa le guiñó el ojo o, quizás, le reprochaba por  haber asistido sólo un año a la escuela rural. Tenía muchos deseos de aprender, pero debía comer y sacar adelante a la familia.

No podía explicarse lo que sucedía. Ya, ni siquiera, necesitaba salir a la superficie, para respirar. ¡Estaba feliz! Cuando se topó de frente con su amado hermanito, lo entendió todo.

Rufino había fallecido, gritando aterrorizado, cuando se rompió la yunta y los bueyes salieron corriendo, sin detenerse.

Toribio quiso regresar a su catre, al cañaveral… pero el mar lo retenía.

-Manito, bienvenido a casa… ¡Te he estado esperando! –dijo el niño