Flor Virginia León. Más allá de su labor como catedrática de Nivel Superior, Flor, explora la fuerza o la sutileza de las palabras dentro del emocionante mundo de la literatura. Y en pos de ese nuevo talento, cursa el Taller de Escritura Creativa, dirigido por Miguel Barroso Hernández, en la ciudad y puerto de Veracruz.
Los misterios del amor, la tolerancia, el crecimiento personal, los conflictos internos en sus personajes: reflejan un mundo mágico-real que es posible y, más allá de las letras, identifica a la mujer en la narrativa latinoamericana.
El secreto de Dora
¿Cómo podemos vivir en medio del dolor y sonreírle a la vida?
Dora, adornaba la muerte a los difuntitos del pueblo y así la recordaré siempre. En silencio, mientras balbuceaba alguna oración por el eterno descanso de sus almas, los perfumaba y maquillaba. ¡Siempre sonriendo!: al terminar el trabajo, al entregarlo a los deudos, y a la hora de la sepultura.
En décadas, mantuvo el prestigio de la funeraria, galardonada a nivel nacional en múltiples ocasiones. Había aprendido el oficio con su padre y le encantaba. Como buena hija de embalsamador, no deseaba otra cosa. ¡Así lo entendí!
Había regresado al pueblo para acudir al sepelio de mi abuela. Oliendo a parafina y flores, Dora nos mostró la mortaja que ella misma había confeccionado con sus manos, deformadas por la artritis. Mi madre aceptó el obsequio, extrañada; y yo recordé que, de pequeño, le temía.
-Ahora es libre… ¡Ahora sí es libre! –me susurró Dora al oído cuando estaba dándole un último beso al cadáver de mi Tita.
Le creí, a pesar de no entender, en ese momento, cómo sabía de los pesares que cargaba mi abuela. Y lo más extraño fue que luego del entierro, nuevamente, se acercó y me dijo:
-Búscame mañana, Teodoro. Tengo un cofre que te pertenece. ¡Debo entregártelo!
Esa noche, fue imposible conciliar el sueño. No era raro que supiera mi nombre. Todos nos conocíamos en el pueblo. Pero, ¿por qué me tendría que dar, ella, algo a mí? ¿Un cofre?
La curiosidad me empujó a salir a las 5 de la mañana. Aún oscuro, con la cabeza llena de preguntas, caminé rumbo a la funeraria.
A la luz de una vela, me esperaba sentada en su viejo sillón:
– ¡Acércate! –murmuró–. Antes de poner el cofre en tus manos, debo confesarte que, hace muchos años, fui violada y tuve una hija. No podía mantenerla, ni cuidarla. ¡Era demasiado joven! Entonces, la dejé en la puerta de la casa donde nacerían mi nieta y luego tú. La Tita que sepultamos ayer, era mi hija y nunca supo que su madre era la embalsamadora del pueblo; no creció oliendo muertos y tuvo la educación que yo jamás le hubiera podido ofrecer. ¡Me siento triste, por primera vez! Creo en la felicidad y libertad que da la muerte; pero nunca me había tocado despedir a alguien a quien sólo pude amar en silencio.
No supe qué decir y como si me adivinara el pensamiento, continuó hablando:
-Sé que necesitarás tiempo para procesarlo o quizás ni confíes en lo que acaba de decirte esta vieja loca. ¡Sí! Ya sé que me llaman “loca”. Mira –señaló la cima de un escaparate lleno de latas, pomos y brochas para maquillar–. En ese cofre está mi testamento. ¡Tómalo! Voy a partir pronto y heredarás lo poco que tengo. Mi sangre corre por tus venas. Vende la funeraria cuando marche a la Patria Eterna y perdóname por guardar este secreto hasta hoy.
Dora ya no está y yo me volví embalsamador. Engalanando a quienes son liberados de la vida, también sonrío y oro por ella, que seguro los está recibiendo en el cielo para evaluarme.