Martha Elba Castelán Cuspinera. Desde el Taller de Escritura Creativa Miró, dirigido por Miguel Barroso Hernández, en Veracruz; Martha escribe fragmentos de una historia que, por instantes, la toca muy de cerca. De manera sencilla, pero certera, habla del amor, de la familia y de tristezas que a la larga se transforman en felicidad.
Con la pasión de quienes, a través de la literatura, abrazan al mundo; Martha nos invita a reflexionar. El crecimiento de esas mujeres que han tomado las riendas de su vida, está presente en cada uno de sus textos.
La mirada del colibrí III
Entre culpables o inocentes inculpadas, viví experiencias estremecedoras; algunas veces, lamentables… La impotencia brotaba desde las entrañas… ¿Por qué duele el corazón? ¿Cómo llegué a la cárcel? Sí, escuchaste bien: ¡estuve en la cárcel!
Conocí a mujeres de diferentes niveles socioeconómicos, allí, unidas en igualdad de condiciones; condenadas por motivos inimaginables; casi siempre inocentes porque, por lo general, actuaban bajo impulsos bien justificados o influenciadas por sus hombres. Es la ley: en algunos casos, el juez implacable y, en otros, sus víctimas que no las perdonan…
Ingresar al Cereso de Puebla, ese primer día, fue aterrador; rodeada de custodias mal encaradas, con armas de fuego, ladrando órdenes todo el tiempo… Esperar el turno, ante el grito de “reja” y escuchar cómo crujían los rieles de la misma, provocaba un dolor de estómago semejante al previo de un examen oral, bajo la supervisión de un implacable sinodal. Luego, atravesamos dos rejas más, hasta arribar al patio central.
Esperaba encontrar a reclusas, como las que veía en el cine, con caras de locura, desaliñadas, agresivas… Sudaba nerviosa, deseando correr… pero la grata sorpresa, transformó mis prejuicios. Con sus uniformes color caqui, impecables, peinadas, algunas maquilladas y con las uñas pintadas; sonreían, al parecer, conformes con su situación.
Ya no había vuelta atrás… Dentro de la capilla del reclusorio, muy linda, por cierto, fuimos anunciadas: “Pastoral Penitenciaria, acaba de llegar”. El sacerdote celebró la misa, con mucha devoción y yo pude apreciar el amor a Dios, en más de 40 mujeres que no habían renunciado a la esperanza de vivir, nuevamente, libres.
Después de algunos meses, visitando el Cerezo, como apoyo emocional y espiritual a las reclusas; tuve acceso para platicar con las del módulo cerrado, que son las condenadas por asesinatos y están separadas del resto de la población, obviamente, por motivos de seguridad.
De entre todas, robó mi corazón Patricia. Había sido cristiana y al enfermar gravemente su hijo, de ocho años, decidió quitarle la vida para que ya no sufriera más. Como Dios no lo podía sanar, renunció a sus creencias para adorar al mismísimo Satanás y caer en todas las miserias de la vida.
Todas las convictas le temían, porque gritaba a las autoridades que retiraran la imagen de la virgen, de los pasillos del correccional y le consiguieran una del maligno para tenerla en su celda.
Poco a poco, con muchísima paciencia, amor y oración; fui ganando su confianza hasta el punto en que pidió confesarse y pudo comulgar. En realidad, solo fui el instrumento de Dios, pero quedé sumamente satisfecha con mi labor.
Esas mujeres merecían una segunda oportunidad…
Recuerdo que, junto al Cereso varonil, llevaron a escena “Los miserables”. Más allá de representar a los personajes de la obra original, expusieron su propia existencia. Era desgarrador ver cómo destrozaban las vestiduras y, casi desnudos, gritaban, lloraban desde las entrañas, mostrando la fe en el amor, el perdón y la libertad. La misma libertad que comprendí, necesitaba yo, aún sin estar precisamente presa.
CONTINUARÁ…