Martha Elba Castelán Cuspinera. La mirada del colibrí II

 

Martha Elba Castelán Cuspinera. Desde el Taller de Escritura Creativa Miró, dirigido por Miguel Barroso Hernández, en Veracruz; Martha escribe fragmentos de una historia que, por instantes, la toca muy de cerca. De manera sencilla, pero certera, habla del amor, de la familia y de tristezas que a la larga se transforman en felicidad.

Con la pasión de quienes, a través de la literatura, abrazan al mundo; Martha nos invita a reflexionar. El crecimiento de esas mujeres que han tomado las riendas de su vida, está presente en cada uno de sus textos.

 

La mirada del colibrí II

 

¿Puede ser culpable, una niña inocente?

Quizás, los hombres que poblaron mi tierra, hace cientos de años, me enviaron a una diosa protectora y yo la dejé ir. ¡Nunca lo sabré y, hoy, no quiero sentirme culpable! Lo cierto es que recuerdo aquel hallazgo como el verdadero tesoro enterrado que pocos niños tienen el privilegio de encontrar.

Junto a los primos de Puebla disfrutaba, con libertad, las vacaciones en la casona de la tía Lula: una mujer regordeta que nos abría las ventanas, bien temprano, para que entrara la luz, despertándonos con ese silbido que la caracterizaba. “¡Debíamos aprovechar el día!” –decía. Ocho chamacos, para desayunar… y se daba el lujo de preparar jugo, huevos, frijoles, hot cakes y malteadas. ¡Era lo máximo!

Ya habíamos visitado el santuario de Nuestra Señora de los Remedios que, en el atrio, cuenta con una enorme cruz desde donde puedes disfrutar la vista del majestuoso Don Goyo -como llaman los poblanos al Popocatépetl- y de su novia Iztaccíhuatl. Era la melancólica postal de esos volcanes, que nunca dejarán de amarse, coronando una ciudad repleta de iglesias y conventos.

Allí me enteré que el mirador, no estaba sobre un gran cerro si no en la cima de Tlachihualtepetl: el antiguo teocalli construido por los Toltecas -con la base más grande del mundo- que quisieron sepultar los conquistadores, edificando su iglesia.

En esa zona arqueológica de Cholula se respiraba diferente. Años después, regresaría a hacer mis prácticas de psicología, al hospital psiquiátrico de Nuestra Señora de Guadalupe, erigido junto a la pirámide. Los doctores y enfermeros, aseguraban que los pacientes regresaban, luego del alta médica, pues seguramente la energía de Tlachihualtepetl los mantenía en equilibrio.

Y, precisamente, durante otra excursión con los primos a las ruinas arqueológicas, fue cuando tuve en mis manos la joya espiritual que no supe retener.

-¡Busquemos los tesoros! –chilló mi prima Lina, alzando un palo.

Todos comenzaron a cavar hoyos y yo hice lo mismo con las manos. “¡Lo encontré…!” –gritaban unos y otros.

Inesperadamente, topé con algo… De entre la tierra saqué esa piedra grande que sacudí con mi suéter y al soplar descubrí su cara y me sentí afortunada. Era una figurilla como de 15 cm, con collar de bolas y aretes; boca, nariz, cejas y ojos, muy bien delineados. Al parecer estaba embarazada. Sujeté fuerte, entre los dedos, una pieza antiquísima que, seguramente, guardaba un mundo de secretos.

 

Al regresar de Puebla, le conté la aventura a mi madre, pero no le dio importancia. Después de preguntar a la muñeca de piedra, mis dudas sobre su existencia y no recibir respuesta, decidí guardarla en una caja de zapatos. Quizás, hasta miedo sentía teniéndola cerca.

Años después, comencé a recibir malas notas en la escuela y tuve que tomar clases particulares. Para asegurar mi calificación, decidí obsequiarle a la maestra el ídolo tolteca, quedándome exenta de la maravillosa energía que he necesitado; pero, sobre todo, sin saber que podía ir a la cárcel si el Instituto Nacional de Antropología e Historia me culpaba por haber robado una riqueza de la nación.

CONTINUARÁ…