Antonio Augusto González Cruz. Como si trabajara en un laboratorio de ideas, Antonio Augusto González Cruz, no sólo refleja lo cotidiano o caricaturiza el mundo que le rodea. Defendiendo la crónica de lo maravillosa que puede resultar la realidad; es fiel seguidor del gran movimiento de escritores latinoamericanos que dio credibilidad a los aspectos mitológicos o espirituales de nuestra cultura.
Desde el Taller de Narrativa Creativa Miró, dirigido por Miguel Barroso Hernández, en Veracruz; Tony explora nuevas técnicas narrativas y gana la experiencia necesaria para facilitar el proceso literario que le apasiona.
¿Eran perros?
Se acercó cauteloso olfateando el umbral de la casa. Un ligero olor repulsivo le erizó la piel.
“Pinche gente y sus puñeteras semillas de mostaza mojada” –pensó el animal para sí, mientras se alejaba con la cola entre las patas.
Aquel árbol de gruesas ramas, en el parque, lo ocultaría perfectamente. De un salto subió y, en la cima, observó el cielo nocturno; luego bajó la mirada al pueblo que ya vivía aterrado por sus travesuras. Se relamió el hocico, reconociendo el corral que noches antes asaltara, devorando las crías de cochino y recordó cómo fue descubierto, saltando sobre las mallas, con una gallina en la boca.
Podía identificar el miedo cuando sus gruesas patas transitaban las adoquinadas calles. Pero ahora estaba aquel pájaro, con sus chillidos espantosos, arrebatándole el protagonismo. Aguzó el oído y solo percibió el susurro colectivo de los rezos. Tenues luces se escapaban por las rendijas de las puertas, resguardadas con cruces de sal para alejar a los malos espíritus.
Finalmente, el perro escuchó ese ulular que, últimamente aterraba a los del pueblo. El ave, literalmente de mal augurio, rondaba una casa en particular. Llevaba días estudiando, desde las azoteas, con sus macabros ojos, cómo evitar la sal y las semillas de mostaza, esparcidas en puertas y ventanas.
Una vez más, levantó el vuelo molesta y, cuando parecía abandonar la cacería sin esperanzas, divisó la pequeña abertura sin protección. Descendió, posándose en el techo, sobre la ventanita, e infló su pecho dejando brotar el grotesco ulular de la garganta.
El can comprendió aquel oscuro deseo. ¡Todo sucedió muy rápido! Mientras corría sintió el miedo de la gente ante el chirriar del pajarraco y el valor de algunos hombres que cargaban sus armas. De un brinco cruzó la ventana y, por sobre gritos de angustia, salió igualmente, pero con el bebé que lloraba de dolor entre sus fauces.
La lechuza volaba sobre él, probablemente enojada por haberle ganado la presa. La vio con el rabillo del ojo y, con un movimiento de su hocico, lanzó al infante. En el aire, el ave lo atrapó con sus garras, mientras el canino se perdía en los matorrales esquivando balas. Sobre las ramas del mismo árbol, en el parque, otro perro saltó atrapando al autillo y al niño.
La mañana llegó de golpe para aquel hombre que despertó sobresaltado, escupiendo plumas. ¡Todo era raro! Una mujer, con la ropa ensangrentada de un bebé, en la boca, presionaba sus heridas.