¡Señor ten piedad!
Volar de hojas secas rasca puerta cerrada,
digo en voz baja: tengo sed de palabras;
brotan cual palomas al tumulto de la vida.
Piedras, llanura, Universo, ceniza,
se vuelven sonido en boca del hombre,
oración postrera borra viento, lluvia, aire.
¿El dolor cómo es?
En el mendigo, en el que sufre, en el que tiene todo, hasta angustia.
¿Cómo subir a golpear estrellas?
Para morir basta un hueco,
un páramo sin plétora de individuos o mujeres plañideras.
¿Qué voces usamos para imprecar? ¿Para juzgar?
¿Ante quién o a qué esferas convocamos a los ángeles?
y ¿A ellos llorar? ¿Qué hoja de bronce recoger?
Desleído llanto de noche, llega y no se va,
¿Debemos ir a la guarida del justo, del gran Juzgador?
¿Encontré entre cenizas de tierra algún indicio?
¿Algún mártir que conteste a los vestigios vivientes?
o ¿Preguntaré al mártir que convoque a los átomos, a las esferas?
Ayudo a la resurrección de los muertos con cantata, denota sed.
Lluvia hacia arriba,
poema con granos de polvo y hombre entre torrenciales linderos de vida y muerte.
Silencio pregunta a la muerte, su miseria, su agonía, el vacío del corazón,
su mano pedigüeña, sus brazos en cruz,
ha sido implacable con doncellas y atemorizado a cretinos.
Dadme la batalla: apurad el vino,
puedo quitar de la cruz los clavos y ponerlos en mis manos,
saldré arrastrándome del mundo,
con la barba en la Biblia.
¿Acaso no les agrada un converso ante la muerte?
Siendo incrédulo, me instruí a amar la vida, a vislumbrarla.
Cuentas entre hombres, entre hombre y mujer están más que pagadas…
¡Señor ten piedad! En mis últimos instantes…
moriré, columna de humo subirá a las colinas,
abajo la eternidad espera luz.
Estoy ante ti, no soy nada. ¡Señor ten piedad!
Dejé la vida donde no fui nadie.
En material abismo de la tierra descansaré,
ya no podré iluminar como mi palabra, buscaré luz.
Quedará mi ceguera, mi aliento entrecortado,
mi sangre envenenada, ahí alcanzaré el perdón, la redención.
Elevo mis huesos, la sal llorada,
nadie a esta hora distingue dimensión de insectos o de humanos muertos
en siglos recalcitrantemente, olvidados, sedientos, gloriosos de egocentrismo,
mal que acecha al hombre, el mismo demonio, el ego, la miseria, el fango.
Arriba gritan las estrellas ¡Señor ten piedad!
Mañana nacerá alguna cruz,
alguien cargue con ella,
un perro roe el hueso de otro,
en mis venas montenegrinas, la sangre no permea.
Dejé mi traje turbio de injusticias del mundo y mi palabra.
¡Señor ten piedad!
Crepúsculo, en que leí a Daudet en un rincón,
duele que San Pedro no halle las llaves y encuentre aherrojadas mis extremidades en paredes albicantes, no sé si son nubes.
¿Será acaso que he quedado sin luz o sin cielo?
¡Señor ten piedad!
Humeé ante mi tumba la alegría, tal vez;
salve mi alma, la ceniza de mi llanto o soledad.
¡Señor ten piedad!