Ingrid Carla Giorgana Loaeza (Veracruz, México, 1961). Licenciada en Psicología Clínica, con Diplomado en Tanatología. Ha tomado diversos talleres como el de Inteligencia Emocional y Tests Proyectivos, en la Ibero, CDMX.
Durante 5 años trabajó en una clínica de infertilidad y embarazo de alto riesgo, como terapeuta de las parejas que no podían tener hijos. Y también tuvo su espacio en la radio, como invitada por 5 años, hablando sobre meditación y espiritualidad. Desde aquellos programas nació el #RespiraLaVida y, del 2012 a la fecha, escribe diario una frase propositiva —que invita a la reflexión— en sus diferentes redes sociales (Facebook, X (antes twitter) e Instagram), con el usuario psicóloga Ingrid.
Ingrid es madre y abuela. Dedica gran parte de su tiempo al ejercicio, la lectura y el baile. Actualmente incursiona en la narrativa bajo la guía del maestro Miguel Barroso Hernández, participando del Taller de Escritura Creativa Miró.
Las cenizas
En la madrugada del 11 de junio de 2020, el hospital Star Médica Veracruz notificó, a la funeraria Memorial, el fallecimiento de un paciente: Joaquín López.
“Hombre de 81 años, ingresado por neumonía, complicada a causa del COVID”.
El cuerpo fue preparado, de inmediato, para su traslado y cremación. Sin familiares presentes, el proceso sería rápido, como estipulaba el estado de emergencia sanitaria.
Horas después, Alicia recibió una llamada:
—Señora López, le hablamos de Star Médica. Lamentamos informarle que su padre falleció. Sus cenizas están listas para ser recogidas.
Alicia dejó caer el teléfono, impactada. Había hablado con él hacía tres días. Lo notó cansado, sí; pero lúcido y cariñoso como siempre. Nadie le informó de una supuesta hospitalización. ¡No era posible! —pensó.
Su madre había fallecido par de años atrás. Ella era hija única y jamás se perdonaría no haber estado junto al papá en su lecho de muerte. Tampoco entendía por qué la señora que lo atendía no le había llamado.
Llegó al hospital, con los nervios a flor de piel, lo más rápido que pudo. De entrada, la recibieron con frialdad y tuvo que vestirse con un traje como de astronauta. Pidió ver el certificado de defunción, los registros de ingreso… el historial. Checó los papeles y en ninguno coincidían los datos: ni edad, ni antecedentes de enfermedades; ni siquiera el teléfono o la dirección de su casa. Pensó que su estado de shock le hacía leerlos diferente. Entonces, pidió hablar con el médico que lo había atendido.
—En los informes que me están mostrando la fecha de nacimiento de mi papá no es correcta y él ni siquiera era hipertenso —le explicó al doctor, que apareció luego de par de horas.
—Su padre llegó el día de ayer, solo, en muy mal estado. Seguramente, dio mal su información y ni siquiera dejó un número de contacto a quién localizar. Murió esta madrugada y pudimos marcarle porque dentro de la cartera que traía el señor López, en su pantalón, encontramos esta tarjeta:
“Seguros López y asociados”: leyó Alicia y tuvo el tardío instante de lucidez. Tomó el teléfono, marcó a casa de su padre y le contestó la señora de servicio:
—¡Sí, señorita! Sigue mucho mejor. Aquí está sentado en la sala, tomando café con leche.
¡Qué alivio!
—Este Joaquín López, de 81 años, no es mi papá —le dijo al doctor, entregándole la urna.
Días después, el director de la funeraria y el administrador del hospital visitaron a la verdadera familia de Joaquín López. Su hija Estela ya había puesto un anuncio, en el Dictamen, para localizarlo. Recibió las cenizas en silencio. No lloró, ni gritó. Solo acarició la urna con ternura y la escena podía partirle el alma a cualquiera. El hospital asumía el gran error administrativo, al llenar la ficha de ingreso, y emitió hasta por TV Azteca una carta pública de disculpa. La funeraria tampoco cobró gastos. Pero Estela no sabía si podría perdonarlos.
Alicia le contó al padre lo del homónimo porque, coincidentemente, también había sido un buen cliente. Por eso, en el hospital, encontraron su tarjeta de presentación, en la billetera del señor.
—Morí sin saberlo —dijo don Joaquín, con algo de ironía; pero en su voz se notaba un dejo de culpa, como si hubiera robado un lugar que no era suyo.
Y en pleno trámite para el cobro del seguro de vida fue Alicia quien, también, le contó a Estela la confusión que sufriera en el hospital. Por supuesto, se hicieron amigas y cada año, el 11 de junio, se reúnen en un parque, comparten un café y, mientras cae la tarde, acarician con respeto la pequeña urna que guarda las cenizas de Joaquín.
La vida, como la muerte, a veces se escribe con nombres equivocados. Pero el amor… ese no se confunde nunca.